Finalmente, no te has muerto en febrero sino en abril
para que una ignorante como yo pueda escribir aquello de “abril es el mes más
cruel”, que escribió T. S. Eliot y dicen que cantaban Danza Invisible. La vida
ha seguido unos cuantos días desde que tú no estás y yo no sabía que tú no
estabas. Así que hasta esta mañana no he sabido de la crueldad de este mes de
abril y esa ignorancia no hace sino aumentar mi pena y mi dolor.
Me cuentan que a tu entierro ha ido todo el pueblo, todo
el pueblo menos yo porque alguien con buena intención ha querido ahorrarme ese
trago. Pero lo comprendo: al fin y al cabo, ya nos habíamos despedido aquel día
de febrero en el que fui a verte sabiendo que sería la última vez. Tus
transparentes ojos azules me observaron con cariño mientras yo te miraba, casi
de reojo, con mis vulgares ojos marrones. De reojo, para que no te dieras
cuenta de cómo se me humedecían ni del esfuerzo que estaba haciendo por
contener las lágrimas. Como siempre, saqué el pañuelo del disimulo, murmuré
algo de las lentillas y de la alergia y tú, dando por concluida la
conversación, con esa voz tierna y cansada que tenías en los últimos días, me
dijiste “pero hay algo que me ayuda”, como si con esa frase quisieras completar
mi pensamiento, como si con esas palabras quisieras consolarme, como si
quisieras que tu fe pudiera servirme de bálsamo a mí, y no a ti. Nuestras
últimas palabras.
“Es ley de vida”, “se ha ido sin sufrir”, “era muy
mayor”, “al menos, no ha sido larga la agonía”. Todas estas cosas y otras
parecidas se dicen de los viejos que se mueren. Los viejos no le importan a
nadie. Se mueren a puñados, como es natural. Y quienes lo dicen parecen ignorar
que cerrarán los ojos un día, un leve parpadeo, y que cuando los vuelvan a
abrir también serán unos viejos que no importan a nadie.
Eras una vieja, Carmen, tenías que morirte. Y sin embargo
si alguien encajaba como la mano en un guante en el adjetivo “vital” eras tú. Y eso que tuviste una vida tan difícil… el
abandono, la orfandad, la guerra, la traición, la enfermedad y la pérdida de
los hijos. Viviste en tres países y en todos ellos hiciste amigos que te
adoraron (escucho desde aquí cómo te lloran en Palo Alto y en Dolores Hidalgo).
Sin haber ido apenas a la escuela, eras más sabia más que todos nosotros
juntos. Sobre todo aprendiste una cosa: que vivir es resistir. Y ese lema era
como una bandera con la que nos envolvías cada vez que nos quejábamos por el
frío.
Eras una vieja, Carmen, tenías que morirte. Y contigo se
me han muerto todos mis muertos, todos a los que amé y se me olvidó decírselo
porque pensé que tendría tiempo, porque me daba vergüenza, porque mi pañuelo
del disimulo ya entonces servía también para eso.
Miro las fotografías que tú me regalaste y te veo tan
pequeña y tan seria… Cuánta vida hay en esos rectángulos de papel amarillento.
Tú te has ido pero ellas continúan hablándome de ti aunque no puedo mirarlas
sin llorar, ni tampoco sea capaz de escuchar las grabaciones que tengo con tu
voz. Dicen que el encuentro con algunas personas te cambia la vida y te
transforma. Estupideces. No soy mejor por haberte conocido: es el mundo el que
me parece menos malo porque tú has estado en él.
Aquel febrero te abrí las puertas de mi casa y tú me
abriste tu corazón en una relación tan desigual que nunca podré devolverte todo
lo que me diste. Me contaste tu historia, me confesaste cosas que jamás habías
dicho a nadie, me trataste como a tu nieta más querida aunque no fuéramos ni
familia. Me diste amor, esa palabra tan sobada que ha acabado por no significar
nada. ¿Cómo se pueden querer dos personas que apenas hace un año que se
conocen? Es un misterio, como todo lo que envuelve a ese sentimiento.
Pero me querías. Desde el primer día que llamaste al
timbre de mi casa y subiste hasta la cocina donde yo ya estaba preparando el
café. Durante meses me fuiste desgranando tu historia, relatos de tu vida que
yo escuchaba casi siempre horrorizada y conmovida. No sé por qué quisiste
contármelo a mí. No sé por qué quisiste que yo soportara la carga de tus
recuerdos. “Otra batallita que no importa a nadie de una vieja que no importa a
nadie”. Podría escribir que es una putada que te hayas muerto, como si fuera un
hecho evitable. Pero la putada fue conocerte porque si eso no hubiera sucedido
ahora no estaría sufriendo por el peso de tu ausencia y por la responsabilidad
que has dejado en mis manos. Porque te debo una, Carmen. Así que tendré que
hacer aquello que acordamos porque no sería honrado que me acogiera una vez más
a mi cobardía para dejar la tarea sin acabar. A mí sí me importa esta vieja que
se ha muerto. Sí me importa. Sí.
Se me han muerto todos mis viejos, Carmen, también tú.
Aunque creo que a ti sí que te dije que te quería, ¿recuerdas? Fue aquella
tarde en la cocina de mi casa en que me enseñaste que vivir es resistir.
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