Es agradable ir al hospital en sábado por la mañana. El aparcamiento
está medio desierto a estas horas y no hay apenas movimiento de conductores,
desesperados buscando un hueco. El sábado es un día en el que sólo habría que
ir al hospital a conocer a un niño que ha nacido o incluso a parirlo tú misma.
Nadie debería morirse en sábado. Sólo nacer y reproducirse.
En información pregunto dónde está la sala de
resonancias.
-Por esa puerta, a la izquierda, casi al final del
pasillo.
Un cartel con una flecha me indica el lugar y paso a la
sala de espera. En la habitación sólo hay una persona, un hombre que observa fijamente
la pantalla de su teléfono móvil, intuyo que esperando alguna respuesta.
Saludo y me siento en el extremo más alejado de él.
Encima del mostrador hay un letrero que dice que a los pacientes se les irá
llamando por turno. Se les pide que esperen sentados. Me apetece completar la
orden y escribir “y no se les ocurra hacer ninguna tontería”. No lo hago,
claro.
Después de unos minutos la puerta de la sala de
resonancias se abre y aparece una mujer. El hombre levanta por fin la vista del
teléfono.
-¿Ya está?-Sí.
Ahora es ella la que saca el móvil del bolso y llama.
-Papi, ya he acabado. ¿Dónde nos vemos?
La mujer tiene unos cuantos años más que yo pero llama a
su padre papi. Siempre me han reprochado que sea poco cariñosa. Y es que así no
se puede.
Una enfermera joven, rubia y con piercing, un arito en la
aleta izquierda de la nariz, dice mi nombre. La corrijo.
-Es Sanchis, no Sanchís.
Rectifica sin molestarse.
-Pasa a la cabina 2.
Paso.
Allí en la puerta comienza el interrogatorio.
-¿Alguna cosa de hierro en el cuerpo?
A veces, el corazón, estoy a punto de decirle. Creo que
no lo entendería así que me limito a negar con un gesto.
-¿Peso?
-No tengo ni idea. Entre 50 y 60.
Me mira con expresión de a quién quieres engañar. Pero anota
una cifra en el formulario.
-Te vamos a tener que poner un contraste.
La miro con cara de susto.
-Es como un gotero. Así podemos ver cómo pasa el líquido por
las zonas de tu cabeza que hay que examinar.
Me quedo más tranquila.
-Quítate la ropa menos las braguitas y los calcetines y
ponte esta bata y estos peucos.
Braguitas. Peucos. Por un momento casi me convenzo de que me van a hacer un masaje para los cólicos del lactante.
Braguitas. Peucos. Por un momento casi me convenzo de que me van a hacer un masaje para los cólicos del lactante.
Cierro la puerta y obedezco.
-¿Ya estás? Vamos.
Otra mujer con bata blanca me espera unos metros más
allá.
-Hala, túmbate aquí y pon la cabecita allí.
Aquí es una camilla y un gran tubo blanco en el que
me temo que me van a introducir.
La chica del piercing me pincha en el brazo. Mientras, la
otra me va poniendo unos cascos en las orejas y encierra mi cabeza en una
especie de máscara cuadrada de acero. Intento hacer una broma. Digo algo de
las arrugas y de una muela picada. Ninguna de las dos parece haberme escuchado.
-Sobre todo tienes que estar muy quieta. Si notas que te
encuentras mal, aprieta este timbre.
Y la mujer sin piercing me da una especie de sacamocos de
goma que cojo con la mano izquierda.
-No tienes que sentir nada extraño. Sólo escucharás
ruidos. La prueba va a ser un poquito larga.
-¿Cuánto de larga?
No me responde. Considera que los dos diminutivos que ha
pronunciado –cabecita, poquito- tienen que proporcionarme la tranquilidad suficiente.
De pronto, la camilla se desliza hacia el tubo y yo
cierro los ojos. Soy consciente de que estoy en un agujero del que no voy a
poder salir en bastante rato (“la prueba es un poquito larga”). Pienso que la
vida es como una mujer con los ojos apretados tumbada en una camilla que se
desliza: si resiste la prueba, todo acabará tarde o temprano. Si no, un timbre
encerrado en un sacamocos de goma la interrumpirá. Vivir es resistir, me digo
como tantas otras veces.
Intento pensar en algo agradable. La última imagen que he
visto en el móvil es la de unas manos sujetando claveles rojos, y el último
sonido, el de un hombre que decía “vamos a cerrar los ojos”. Me concentro en
eso, en no abrir los ojos. Hago fuerza con los párpados para que no se me
escape esa belleza. Sé que si los abro tendré que pulsar el timbre.
Mis oídos están ahora llenos de sonidos. Sonidos
metálicos que parecen un ensayo de Kraftwerk; otros, cadenciosos como el ruido
de un tren; la mayoría, puntiagudos como un cuchillo. Duran unos segundos,
cesan, y vuelta a empezar. Ahora esas voces me están diciendo comecomecomecome
y al minuto siguiente, upedeupedeupedeupede. Parece un sistema de publicidad
subliminal y retorcida de UPyD para conseguir votos. Está a punto de darme la
risa. Consigo que sólo se me mueva el pie derecho.
Las voces continúan resonando en mi cabeza. Comprendo
ahora por qué se llama a esto resonancia. Sigo con las tentaciones de abrir los
ojos pero no lo hago. Empiezo a notar los brazos entumecidos, la espalda agarrotada.
En caso de duda, haz periodismo, recordó Juan Cruz que decía
Augusto Delkáder. No sé por qué me acude la memoria ese artículo de El País,
precisamente en este momento en que estoy atrapada en este túnel donde andan desbocados mis
moléculas, mis átomos y mis núcleos. En caso de miedo, haz literatura. En caso
de pánico, haz literatura.
El siguiente ruido que escucho es como el de los estertores
de la agonía. O del orgasmo, pienso a continuación, sin poderlo evitar. Estoy a
punto de curvar los labios hacia arriba. Pero me detengo justo a tiempo.
Han pasado mil horas. En algún momento tendrá que acabar
este tormento. Pero no parece que eso vaya a suceder de inmediato.
Mi mente se ha ido a la playa de los Muertos, en el
Cabo de Gata. Es el lugar que suelo visualizar para relajarme. La palidez del
sol de aquel día de septiembre, la agradable brisa, el agua turquesa y la arena
amarilla. Todo permanece intacto en mi memoria, salvo que aquella que estuvo
allí ya no soy yo. Ni siquiera sé si aquella que estuvo allí era yo o una
extraña que había usurpado mi cuerpo, como ahora los ruidos de la máquina y el
líquido del goteo me roban los pensamientos.
Empiezo a recordar cosas absurdas. Por ejemplo, al
hermano de una tía lejana que se encontró a su mujer en la cama con otro. Eso sucedió
hace tantos años que ni siquiera comprendía de qué estaban hablando esos
adultos que pronunciaban nombres en susurros y palabras prohibidas. Evoco otros
susurros. Tengo ganas de salir de allí y tomar un café. Pero sólo noto un sabor
metálico en la boca.
Se hace el silencio. Los ruidos han acabado. Los brazos
me pesan una tonelada. La camilla se desliza hacia la luz. Abro los ojos. La
mujer sin piercing me ayuda a levantarme.
-Lo has hecho muy bien.
Le aseguro que más me vale, porque no pienso repetir la
experiencia. Ella sonríe, por fin, y yo también.
Vuelvo a la cabina número dos y me visto. Compruebo en el
reloj que no ha pasado ni una hora desde
que llegué al hospital, desde que pensé que el sábado es un buen día para que
nazcan los niños, desde que pude aparcar sin agobios y empezó a nublarse.
Y me pregunto si esas dos mujeres de bata blanca habrán
podido leer mis pensamientos.
Una buena crónica de una situación por la que muchos hemos pasado.
ResponderEliminarGracias, Antonio. Está escrita a bote pronto, fiándolo todo a la memoria: allí dentro no había dónde demonios escribir. ;)
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarMe ha gustado la parte en la que la literatura acude a rescatarte. "haz literatura!, y esa en la que dices que la vida es aguantar. La verdad es que en situaciones así la mente busca sus recursos para pasar lo mejor posible el mal trago.
ResponderEliminarMuy amable, Yolanda. Cada uno se agarra a lo que puede en estas situaciones y la literatura es un consuelo. Lo que no sé es si yo he conseguido hacer literatura. :)
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