domingo, 26 de abril de 2015

Carmen, la chilena

En el número 29 de la revista GURB mis colegas han escrito sobre Rodrigo Rato (solo o en compañía de otros). También yo tenía alguna idea que aportar sobre él. Pero una muerte se ha cruzado en mi camino. Así que en lugar de Rodrigo, el rata, he escrito sobre Carmen, la chilena. Es un pequeño homenaje a esas personas que desprenden luz, y cuya ausencia no deja en la más dolorosa oscuridad. L'Avi, mi queridísimo compañero en GURB, ha sabido plasmar mi relación con Carmen en esta tierna viñeta.



Finalmente, no te has muerto en febrero sino en abril para que una ignorante como yo pueda escribir aquello de “abril es el mes más cruel”, que escribió T. S. Eliot y dicen que cantaban Danza Invisible. La vida ha seguido unos cuantos días desde que tú no estás y yo no sabía que tú no estabas. Así que hasta esta mañana no he sabido de la crueldad de este mes de abril y esa ignorancia no hace sino aumentar mi pena y mi dolor.

Me cuentan que a tu entierro ha ido todo el pueblo, todo el pueblo menos yo porque alguien con buena intención ha querido ahorrarme ese trago. Pero lo comprendo: al fin y al cabo, ya nos habíamos despedido aquel día de febrero en el que fui a verte sabiendo que sería la última vez. Tus transparentes ojos azules me observaron con cariño mientras yo te miraba, casi de reojo, con mis vulgares ojos marrones. De reojo, para que no te dieras cuenta de cómo se me humedecían ni del esfuerzo que estaba haciendo por contener las lágrimas. Como siempre, saqué el pañuelo del disimulo, murmuré algo de las lentillas y de la alergia y tú, dando por concluida la conversación, con esa voz tierna y cansada que tenías en los últimos días, me dijiste “pero hay algo que me ayuda”, como si con esa frase quisieras completar mi pensamiento, como si con esas palabras quisieras consolarme, como si quisieras que tu fe pudiera servirme de bálsamo a mí, y no a ti. Nuestras últimas palabras.

“Es ley de vida”, “se ha ido sin sufrir”, “era muy mayor”, “al menos, no ha sido larga la agonía”. Todas estas cosas y otras parecidas se dicen de los viejos que se mueren. Los viejos no le importan a nadie. Se mueren a puñados, como es natural. Y quienes lo dicen parecen ignorar que cerrarán los ojos un día, un leve parpadeo, y que cuando los vuelvan a abrir también serán unos viejos que no importan a nadie.

Eras una vieja, Carmen, tenías que morirte. Y sin embargo si alguien encajaba como la mano en un guante en el adjetivo “vital” eras tú. Y eso que tuviste una vida tan difícil… el abandono, la orfandad, la guerra, la traición, la enfermedad y la pérdida de los hijos. Viviste en tres países y en todos ellos hiciste amigos que te adoraron (escucho desde aquí cómo te lloran en Palo Alto y en Dolores Hidalgo). Sin haber ido apenas a la escuela, eras más sabia más que todos nosotros juntos. Sobre todo aprendiste una cosa: que vivir es resistir. Y ese lema era como una bandera con la que nos envolvías cada vez que nos quejábamos por el frío.

Eras una vieja, Carmen, tenías que morirte. Y contigo se me han muerto todos mis muertos, todos a los que amé y se me olvidó decírselo porque pensé que tendría tiempo, porque me daba vergüenza, porque mi pañuelo del disimulo ya entonces servía también para eso.

Miro las fotografías que tú me regalaste y te veo tan pequeña y tan seria… Cuánta vida hay en esos rectángulos de papel amarillento. Tú te has ido pero ellas continúan hablándome de ti aunque no puedo mirarlas sin llorar, ni tampoco sea capaz de escuchar las grabaciones que tengo con tu voz. Dicen que el encuentro con algunas personas te cambia la vida y te transforma. Estupideces. No soy mejor por haberte conocido: es el mundo el que me parece menos malo porque tú has estado en él.

Aquel febrero te abrí las puertas de mi casa y tú me abriste tu corazón en una relación tan desigual que nunca podré devolverte todo lo que me diste. Me contaste tu historia, me confesaste cosas que jamás habías dicho a nadie, me trataste como a tu nieta más querida aunque no fuéramos ni familia. Me diste amor, esa palabra tan sobada que ha acabado por no significar nada. ¿Cómo se pueden querer dos personas que apenas hace un año que se conocen? Es un misterio, como todo lo que envuelve a ese sentimiento.

Pero me querías. Desde el primer día que llamaste al timbre de mi casa y subiste hasta la cocina donde yo ya estaba preparando el café. Durante meses me fuiste desgranando tu historia, relatos de tu vida que yo escuchaba casi siempre horrorizada y conmovida. No sé por qué quisiste contármelo a mí. No sé por qué quisiste que yo soportara la carga de tus recuerdos. “Otra batallita que no importa a nadie de una vieja que no importa a nadie”. Podría escribir que es una putada que te hayas muerto, como si fuera un hecho evitable. Pero la putada fue conocerte porque si eso no hubiera sucedido ahora no estaría sufriendo por el peso de tu ausencia y por la responsabilidad que has dejado en mis manos. Porque te debo una, Carmen. Así que tendré que hacer aquello que acordamos porque no sería honrado que me acogiera una vez más a mi cobardía para dejar la tarea sin acabar. A mí sí me importa esta vieja que se ha muerto. Sí me importa. Sí.

Se me han muerto todos mis viejos, Carmen, también tú. Aunque creo que a ti sí que te dije que te quería, ¿recuerdas? Fue aquella tarde en la cocina de mi casa en que me enseñaste que vivir es resistir.

 

lunes, 20 de abril de 2015

Sucumbir


Semana 26 de la VIII edición del concurso Relatos en Cadena, organizado por @laventana y @deescritores. La frase de inicio era "La intención de seguir siendo sólo amigos". Y en menos de cien palabras...

Amigovios

La intención de seguir siendo sólo amigos sucumbía todos los viernes de nueve a diez.

Extraños compañeros

La intención de seguir siendo sólo amigos se venía abajo cada vez que él aparecía en la inmensa sala de conferencias con el botón de la camisa desabrochado. Lo había intentado evitar de todas las maneras imaginables. Pero sabía con certeza que esa relación griego-germana iba a seguir en boca de todos durante mucho tiempo.

La verdulera

La intención de seguir siendo sólo amigos se tambaleaba cada vez que ella le saludaba por su nombre y lo hacía pasar delante en la cola. Él se ponía colorado como un adolescente -¡a sus años!- y clavaba la vista en las manos de ella mientras le escogía los tomates más hermosos

lunes, 13 de abril de 2015

Los trabajos y los días

 
Semana 25 de la VIII edición de Relatos en cadena, organizado por @laventana y @deescritores. La frase de inicio era "Procuraba no perder sujetándole las nalagas". Y en menos de cien palabras...

Procuraba no perder, sujetándole las nalgas, el equilibrio. Era ella la que se movía rítmicamente mientras le clavaba las uñas en el culo. Sabía que aquello acabaría pronto. Y así fue: en apenas dos minutos cesó toda actividad en el asiento de atrás del coche. La mujer se hizo a un lado y se recompuso la ropa. Con los dientes abrió una horquilla y se recogió un mechón que se le había escapado de la cola de caballo. Mientras, por el rabillo del ojo comprobó que en la esquina, en penumbra, esperaba la vieja con el bebé que dormía protegido en el carrito.  

 

sábado, 11 de abril de 2015

La resonancia


 
Es agradable ir al hospital en sábado por la mañana. El aparcamiento está medio desierto a estas horas y no hay apenas movimiento de conductores, desesperados buscando un hueco. El sábado es un día en el que sólo habría que ir al hospital a conocer a un niño que ha nacido o incluso a parirlo tú misma. Nadie debería morirse en sábado. Sólo nacer y reproducirse.
En información pregunto dónde está la sala de resonancias.
-Por esa puerta, a la izquierda, casi al final del pasillo.

Un cartel con una flecha me indica el lugar y paso a la sala de espera. En la habitación sólo hay una persona, un hombre que observa fijamente la pantalla de su teléfono móvil, intuyo que esperando alguna respuesta.

Saludo y me siento en el extremo más alejado de él. Encima del mostrador hay un letrero que dice que a los pacientes se les irá llamando por turno. Se les pide que esperen sentados. Me apetece completar la orden y escribir “y no se les ocurra hacer ninguna tontería”. No lo hago, claro.

Después de unos minutos la puerta de la sala de resonancias se abre y aparece una mujer. El hombre levanta por fin la vista del teléfono.
-¿Ya está?

-Sí.

Ahora es ella la que saca el móvil del bolso y llama.

-Papi, ya he acabado. ¿Dónde nos vemos?
La mujer tiene unos cuantos años más que yo pero llama a su padre papi. Siempre me han reprochado que sea poco cariñosa. Y es que así no se puede.

Una enfermera joven, rubia y con piercing, un arito en la aleta izquierda de la nariz, dice mi nombre. La corrijo.

-Es Sanchis, no Sanchís.
Rectifica sin molestarse.

-Pasa a la cabina 2.
Paso.

Allí en la puerta comienza el interrogatorio.

-¿Alguna cosa de hierro en el cuerpo?

A veces, el corazón, estoy a punto de decirle. Creo que no lo entendería así que me limito a negar con un gesto.

-¿Peso?

-No tengo ni idea. Entre 50 y 60.

Me mira con expresión de a quién quieres engañar. Pero anota una cifra en el formulario.

-Te vamos a tener que poner un contraste.

La miro con cara de susto.

-Es como un gotero. Así podemos ver cómo pasa el líquido por las zonas de tu cabeza que hay que examinar.

Me quedo más tranquila.

-Quítate la ropa menos las braguitas y los calcetines y ponte esta bata y estos peucos.

Braguitas. Peucos. Por un momento casi me convenzo de que me van a hacer un masaje para los cólicos del lactante.

Cierro la puerta y obedezco.

-¿Ya estás? Vamos.

Otra mujer con bata blanca me espera unos metros más allá.

-Hala, túmbate aquí y pon la cabecita allí.

Aquí es una camilla y un gran tubo blanco en el que me temo que me van a introducir.

La chica del piercing me pincha en el brazo. Mientras, la otra me va poniendo unos cascos en las orejas y encierra mi cabeza en una especie de máscara cuadrada de acero. Intento hacer una broma. Digo algo de las arrugas y de una muela picada. Ninguna de las dos parece haberme escuchado.

-Sobre todo tienes que estar muy quieta. Si notas que te encuentras mal, aprieta este timbre.

Y la mujer sin piercing me da una especie de sacamocos de goma que cojo con la mano izquierda.

-No tienes que sentir nada extraño. Sólo escucharás ruidos. La prueba va a ser un poquito larga.

-¿Cuánto de larga?

No me responde. Considera que los dos diminutivos que ha pronunciado –cabecita, poquito- tienen que proporcionarme la tranquilidad suficiente.

De pronto, la camilla se desliza hacia el tubo y yo cierro los ojos. Soy consciente de que estoy en un agujero del que no voy a poder salir en bastante rato (“la prueba es un poquito larga”). Pienso que la vida es como una mujer con los ojos apretados tumbada en una camilla que se desliza: si resiste la prueba, todo acabará tarde o temprano. Si no, un timbre encerrado en un sacamocos de goma la interrumpirá. Vivir es resistir, me digo como tantas otras veces.  

Intento pensar en algo agradable. La última imagen que he visto en el móvil es la de unas manos sujetando claveles rojos, y el último sonido, el de un hombre que decía “vamos a cerrar los ojos”. Me concentro en eso, en no abrir los ojos. Hago fuerza con los párpados para que no se me escape esa belleza. Sé que si los abro tendré que pulsar el timbre.

Mis oídos están ahora llenos de sonidos. Sonidos metálicos que parecen un ensayo de Kraftwerk; otros, cadenciosos como el ruido de un tren; la mayoría, puntiagudos como un cuchillo. Duran unos segundos, cesan, y vuelta a empezar. Ahora esas voces me están diciendo comecomecomecome y al minuto siguiente, upedeupedeupedeupede. Parece un sistema de publicidad subliminal y retorcida de UPyD para conseguir votos. Está a punto de darme la risa. Consigo que sólo se me mueva el pie derecho.

Las voces continúan resonando en mi cabeza. Comprendo ahora por qué se llama a esto resonancia. Sigo con las tentaciones de abrir los ojos pero no lo hago. Empiezo a notar los brazos entumecidos, la espalda agarrotada.

En caso de duda, haz periodismo, recordó Juan Cruz que decía Augusto Delkáder. No sé por qué me acude la memoria ese artículo de El País, precisamente en este momento en que estoy atrapada en este túnel donde andan desbocados mis moléculas, mis átomos y mis núcleos. En caso de miedo, haz literatura. En caso de pánico, haz literatura.

El siguiente ruido que escucho es como el de los estertores de la agonía. O del orgasmo, pienso a continuación, sin poderlo evitar. Estoy a punto de curvar los labios hacia arriba. Pero me detengo justo a tiempo.

Han pasado mil horas. En algún momento tendrá que acabar este tormento. Pero no parece que eso vaya a suceder de inmediato.

Mi mente se ha ido a la playa de los Muertos, en el Cabo de Gata. Es el lugar que suelo visualizar para relajarme. La palidez del sol de aquel día de septiembre, la agradable brisa, el agua turquesa y la arena amarilla. Todo permanece intacto en mi memoria, salvo que aquella que estuvo allí ya no soy yo. Ni siquiera sé si aquella que estuvo allí era yo o una extraña que había usurpado mi cuerpo, como ahora los ruidos de la máquina y el líquido del goteo me roban los pensamientos.

Empiezo a recordar cosas absurdas. Por ejemplo, al hermano de una tía lejana que se encontró a su mujer en la cama con otro. Eso sucedió hace tantos años que ni siquiera comprendía de qué estaban hablando esos adultos que pronunciaban nombres en susurros y palabras prohibidas. Evoco otros susurros. Tengo ganas de salir de allí y tomar un café. Pero sólo noto un sabor metálico en la boca.

Se hace el silencio. Los ruidos han acabado. Los brazos me pesan una tonelada. La camilla se desliza hacia la luz. Abro los ojos. La mujer sin piercing me ayuda a levantarme.

-Lo has hecho muy bien.

Le aseguro que más me vale, porque no pienso repetir la experiencia. Ella sonríe, por fin, y yo también.

Vuelvo a la cabina número dos y me visto. Compruebo en el reloj que  no ha pasado ni una hora desde que llegué al hospital, desde que pensé que el sábado es un buen día para que nazcan los niños, desde que pude aparcar sin agobios y empezó a nublarse.

Y me pregunto si esas dos mujeres de bata blanca habrán podido leer mis pensamientos.

  

lunes, 6 de abril de 2015

Un hombre sin atributos



Semana 24 de la VIII edición del concurso Relatos en cadena, organizado por @laventana y @deescritores. La frase de inicio era "A cada vuelta del tambor de la lavadora". Y en menos de cien palabras...


A cada vuelta del tambor de la lavadora se le representaban más nítidos los detalles de lo que acababa de suceder: la mirada  de sorpresa de ella y sus propias manos temblorosas. El gesto de desprecio de su mujer -“después de todo lo que he hecho por ti”- lo acompañó, flotando, hasta casa de sus padres. Quería borrar esos años cuanto antes. En ello estaba cuando la máquina, súbitamente, se detuvo. Extrañado, desenroscó el filtro de la lavadora. Extrajo un grumo de papel sanguinolento: era la fotografía de ella. Un líquido apestoso le mojó las zapatillas. Era su conciencia que repetía como un eco aquella palabra: “cobarde”.