Tanto visitante inesperado me llenó de zozobra. Mi padre, hombre algo tosco y de pocas palabras, nunca tuvo muchos amigos. Pero entre aquel grupo de gente que había acudido al tanatorio a despedirse de él y a darnos el pésame a mi madre y a mí, había bastantes rostros desconocidos: algunos hombres que supuse amigos de la mili o de la infancia, una mujer rubia y llorosa, otras que la consolaban. De pronto, alguien me puso una mano en el hombro. Me volví y vi a un joven que tenía mis mismos ojos. Nuestros mismos ojos.
Hola, Lidia, he encontrado tu blog por casualidad. Ya había escuchado tu relato en antena y debo darte mi más sentida enhorabuena, no sabes, bueno sí lo sabrás, lo difícil que es ser ganadora semanal en Rec. Además, es muy bueno tu relato; eso sí vaya frase nos has legado jaja. Un abrazo y he encantado de encontrarte en la red.
ResponderEliminarMuchas gracias! Eres muy amable. Si te soy sincera, ese me costó sólo cinco minutos de escribir. Pero todas las semanas sudo tinta y ya ves, sin suerte. Me parece un ejercicio fantástico y disfruto con el trabajo de escribir en menos de cien palabras. Que tengas mucha suerte! Un abrazo.
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